Escribe: Luzmán Salas Salas
Indudablemente, con la
pandemia covid 19, tenemos que adaptarnos a una nueva estructura familiar y
social, asumir otras relaciones humanas entre los miembros de la familia y la
sociedad. Ante esta realidad, surgen las interrogantes: ¿Cómo deben ser
tratados los ancianos?, ¿qué hacer ante una población cada vez más envejecida?,
¿seguirá predominando el trato negativo frente a la consideración positiva
hacia los ancianos?, ¿será la nueva sociedad más inclusiva que exclusiva?, ¿es
la vejez una etapa decrépita o es una fuente de sabiduría?, ¿será el “edaísmo”
o “gerontrofobia” la característica de la nueva convivencia humana?
La doctora
estadounidense Laura Carstensen – destacada sicóloga, profesora de la
Universidad de Stanford- explica que la pirámide que siempre ha representado la
distribución de la edad de la población, con muchos jóvenes en la base, y con
una pequeña punta arriba con las personas que lograban llegar a ancianos, se ha
reestructurado en un rectángulo.
Y agrega: “La forma
rectangular significa que por primera vez en la historia de la humanidad, la
mayoría de los bebes nacidos en el mundo desarrollado tendrá la oportunidad de
llegar a anciano.”
Po tanto, es hora de reflexionar en que el
trato, consideración y respeto hacia los ancianos debe ser la actual preocupación
política, familiar y social.
La experiencia, la
inteligencia y la sabiduría de los ancianos deben ser justamente valoradas, a
semejanza de lo que sucede con los mayores en Japón o los aborígenes en
Australia, lugares donde la veneración a los ancianos por parte de los jóvenes
tiene milenios de antigüedad.
El anciano tiene
derecho a vivir dignamente. Aparte de algunas normas protectoras en favor de
los ancianos, es importante la actitud afectiva de la familia, empezando por
los hijos, nietos y bisnietos.
Contra quienes
sostienen absurdamente que los ancianos no son útiles, y que por lo tanto se
debe prescindir de ellos, es bueno recordar solamente a algunos de los
venerables paradigmas de la ancianidad para reflexionar y admirar su valía
histórica, social y familiar. Wolfgang Goethe terminó su obra Fausto a los 80 años; Margarite
Zourcenar fue la primera mujer elegida miembro de la Academia Francesa, a los
81; Giuseppe Verdi produjo su Ave María
a los 85; Konrad Adenauer ocupó el cargo de Canciller de Alemania a los 88;
Pablo Picasso pintó e hizo grabados a los 90; Bertrand Russell, filósofo
británico, participó en protestas callejeras a favor de la paz a los 94; Paul
Cassals, violonchelista español, compuso el himno de Estados Unidos a los 95;
el extraordinario argentino Jorge Luis Borges muere a los 87 años dejando una
producción literaria imperecedera; Garcilaso de la Vega Inca a los 73 años de edad
culmina la segunda parte de Los
Comentarios Reales de los Incas; Luis Alberto Sánchez, a los 90, fue Primer
Vicepresidente del Perú. Y los cajamarquinos: Amalia Puga de Losada a los 86
publica su novela Los Barzúas, y a
los 94 años de edad el Gobierno Peruano la condecora con la Orden del Sol; Andrés
Zevallos de la Puente, un año antes de cumplir los 100, pintaba y daba lúcidas
conferencias artístico-culturales; Noé Zúñiga Gálvez, bordeando los 92 años de
edad, publicó su gran novela Amor
pordiosero…
Contra quienes afirman
que el anciano es una carga negativa para la familia y la sociedad, contra
quienes opinan descabelladamente que los viejos no sirven para nada, debemos
tener presente que desde la antigüedad griega existe el ocio productivo, pero
la nueva sociedad trastocó el ocio, negó el ocio y surgió el negocio para caer
en el frío materialismo y la deshumanización del hombre.
Cuando evoco o tengo a
mi alrededor un viejito o una viejita, pienso en su soledad, el ¡ay! de sus
achaques, sus cuentos infantiles y arrulladores, su voz en afonía, su oído
agotado en sintonía, su piel ajada por el tiempo, su rincón donde se hace
invisible, el recuento de sus amores e ilusiones, lo que hizo para dejar a las
nuevas generaciones, su mano conduciendo al niño, sus pasos cansinos
arrastrando recuerdos, su consejo sabio, su silencio esperando el final, su
noble voluntad de ayudar en lo que puede, su venerable presencia, su queja
humilde que vuela de sus labios, su tristeza ante quienes lo miran de perfil…
Para que el adulto
mayor no tenga días grises en el atardecer de su existencia, para que su
pañuelo escondido no vuelva a secar su llanto, para quien quitó las espinas del
sendero a sus hijos a fin de dejarles rosas en la vida, hay que investirlo de
dignidad, su don más preciado. Por eso, Gandhi decía en su oración:
Señor…
Si me das fortuna,
no
me quites la razón;
si me das éxito,
no me quites la humildad;
si me das humildad,
no me quites la dignidad.