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CUENTOS DE MINIFICCIÓN
DE LUZMÁN SALAS SALAS

LA LLUVIA TIENE LA CULPA
                                           Luzmán Salas Salas

Jamás imaginó don Manuel lo que le iba a suceder aquel día miércoles cuando conducía su vieja camioneta de Cajamarca hacia el distrito de Jesús.
En la afueras de la ciudad, un campesino acongojado le dijo:
-       Patroncito, lléveme con mi cajón a Jesús.
-       Súbelo – ordenó don Manuel.

Era un ataúd vacío que el campesino había comprado para su muerto.
De pronto, comenzó a llover  fuertemente. El campesino no tardó en meterse dentro del ataúd para protegerse del aguacero.

En el trayecto, otras personas abordaron el vehículo previa autorización de de don Manuel.

Inesperadamente, el  campesino levantó a medias la tapa del ataúd y sacó la mano para constatar si continuaba la lluvia.

Los pasajeros no pudieron controlar el terrible espanto. Se les fue el alma viendo que otra alma salía del cajón. Pálidos, sombrero en mano y con los pelos erizados se lanzaron de la camioneta y emprendieron una despavorida carrera en distintas direcciones.
Al parecer, hasta ahora siguen corriendo, mientras don Manuel no puede olvidar aquel espeluznante día de miércoles.










EL ARMARIO
                                                Luzmán Salas Salas
Nos gustaba la casa porque además de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.
Una de las esquinas de la casa carecía de iluminación. Cerrando el ángulo había un rústico armario de caoba que acentuaba la penumbra. Caridad, la hermana mayor, cuidaba con esmero nuestra orfandad de niños y las pocas cosas heredadas. Era dulce y abnegada, sustituta de mamá, más que afecto fraternal nos brindaba cariño maternal. Nunca supimos que había vivido algún romance. Jamás la vimos inquieta de amores.
-                     ¡Cuántas veces les he dicho que no deben acercarse a ese armario! – nos advirtió con energía.
-                     ¿Por qué? – le pregunté atrevidamente.
-                     Porque así lo ordenó mamá antes de morir.

Aceptamos la razón, pero nos invadió la curiosidad: ¿qué había dentro de ese pequeño recinto de madera?, ¿joyas?, ¿vestido de novia?, ¿santos?, ¿armas?, ¿dinero?, ¿cartas?, ¿un cadáver?
La tarde se iba y antes de cerrar el día vimos a un hombre que presurosamente salía por detrás del armario.
-                     Mañana nos veremos, Caridad –dijo y se escurrió furtivamente.
Entonces comprendimos que el amor también se esconde en los armarios.










EL ATOLLADERO
                                                    Luzmán Salas Salas

Después de haber pastado en la ardiente ladera, la vaca baya y el toro mulato, cerca del medio día, bajaron en sediento y apresurado tropel hacia la playa en busca de agua y de sombra. El fresco caudal del río Marañón y la coposa fronda de árboles corpulentos era el destino ansiado de las reses fatigadas. El río había disminuido notablemente su volumen y en las riberas quedaban espacios fofos de arena húmeda. Los dos vacunos inclinaron ávidamente sus pescuezos, y a grandes sorbos ingerían el agua. Cada trago, equivalente a una taza de agua, se deslizaba visiblemente por el esófago de los animales hasta llegar al fondo de la panza voluminosa. Dejaban de beber un instante y repetían la acción varias veces. En cada intervalo se apreciaba en sus semblantes la sensación del reconfortante descanso y de la plena satisfacción. La frescura de la arena mojada parecía expulsar el fuego encerrado en el cuerpo de los animales. De rato en rato, los ojos de la vaca baya y del toro mulato se abrían y cerraban con intermitencia como si estuvieran dormitando plácidamente, sin advertir que sus cuatro patas iban insensible y paulatinamente sumergiéndose en la arena. Cuando intentaron dejar la orilla para descansar en la sombra de los árboles cercanos, fue imposible que se desprendieran del fango traicionero. Las cuatro extremidades estaban aprisionadas por la arena como si una densa mezcla de cemento hubiera fraguado rápidamente. Vanos fueron los esfuerzos de los animales por liberarse de tan extraña captura. Sus lentos movimientos aceleraban cada vez más el hundimiento. Segundo a segundo, minuto a minuto, los cuerpos se iban sepultando en el atolladero. Conforme transcurría la tarde, las piernas y los brazos estaban cubiertos por la arena; los cuerpos iban desapareciendo gradualmente ante la impotencia de las reses; llegó el instante en que sobre la superficie sólo podían verse dos cabezas sin movimiento. Ambos animales respiraban con dificultad; una mirada horizontal  les permitió ver la orilla opuesta del río y el fluir incesante de las aguas. Un extraño adormecimiento se apoderó de sus cuerpos. Sus ojos estaban desorbitados. De sus entrañas afloraron múltiples sentimientos. La vaca, acordándose de su cría que había dejado en el cerro, lanzó un débil y triste balido. De los ojos del toro brotaron algunas lágrimas evocando posiblemente su alegre manada.

Cuando llegó la noche, del toro sólo quedaban sobre la arena las astas. Su cuerpo estaba sepultado. Al amanecer, la vaca, con la cabeza inmóvil sobre la superficie, hacía grandes esfuerzos por respirar: su batalla por la vida continuaba.

A la hora en que el sol se levanta para calentar con furia el nuevo día, el vaquero descubrió sorprendido el conmovedor trance. Inmediatamente solicitó ayuda para rescatar a la vaca baya y al toro mulato, aquella aún con vida y este lamentablemente muerto. Con palos, palanas y sogas, en minga, lograron sacar a los dos vacunos. La vaca, liberada de aquella trampa mortal, se paró tambaleante, como becerro recién nacido. El cuerpo inerte y frío del toro fue inmediatamente preparado para la carnicería del pueblo más cercano.




MISTERIO DEL RÍO
                                        Luzmán Salas Salas

¡Quién lo hubiera imaginado! Pero así me lo contaron. Forastero, recién llegado, estuvo dos días azorado sin abandonar la posada humilde, escuchando las historias escalofriantes del lugar: el salto del puma para llevarse los cabritos del corral, la carrera del macanche persiguiendo a los pollitos, el último aletazo del pescado en la sartén, la creciente de la quebrada, la picadura de los mosquitos y de los zancudos, la ponzoña de las avispas y de las hormigas, el veneno de las serpientes y de las plantas, la embestida del toro negro en la noche oscura, la cagada del pájaro y la meada de la chicharra; sudando interminablemente, durmiendo todas las tardes, bebiendo litros de agua, rascando del sobaco a los pies y de los pies al sobaco, con rabia, a diestra y siniestra, con ritmo de charanguero, los hongos impertinentes; y mi padre diciendo la verdad sobre los intereses personales: “Nadie se rasca para abajo, todos se rascan para arriba.”

También oyó contar los terribles efectos estomacales de las pepitas del piñón, de la papaya soleada, del mango verde, de la ciruela y la naranja ingeridas después de la leche, de las aguas dormidas…
Sus caminatas fueron dilatándose progresivamente en el tiempo y en el espacio. Un día llegó hasta el río Marañón y se quedó pasmado ante la inmensidad de sus aguas. Se maravilló al ver los peces cristalinos que jugueteaban lamiendo la tersa arena de la orilla. Descubrió que a pesar del clima ardiente las aguas del río eran frías.
A la hora indecisa en que muere el día y nace la noche, tomaba el camino de regreso a casa. Un concierto de grillos y sapos, de monitos chillones y aves agoreras zumbaba en sus oídos.
Una tarde se tendió desnudo sobre la húmeda arena de la playa. La fresca brisa del río contrastaba con el cálido ambiente del bosque. ¡Sabe Dios qué habría soñado! Abrió los ojos y se incorporó con dificultad. Una extraña sensación electrizó su cuerpo.
Al orinar tuvo la impresión de coger una regadera de macetas: varios orificios daban salida al agua tibia de sus entrañas. Pasaron los días, venció los pudores y se acostumbró al extraño fenómeno de aquella espumante micción. Producía pequeños diluvios sobre las interminables cadenas de hormigas que recorrían  los caminos; jugaba, con actitud idiota, observando tan rara precipitación líquida, lavaba con su lluvia renal la tersa superficie de las hojas y bañaba la caprichosa forma de las piedras.
Un día se le ocurrió orinar sobre las remansadas aguas del río. Rio ingenuamente viendo la travesura de los peces: salían a la superficie, recibían un tibio remojón y volvían retozando al cauce transparente.
El Goyo nunca había oído hablar de semejante desventura. ¿Insecto?, ¿roedor?, ¿sierpe?, ¡ave?, ¿planta?, ¿viento?, ¿agua?, ¿sol?, ¿luna? ¡Nunca lo sabrá, nosotros tampoco!


DON FERMÍN
                                 Luzmán Salas Salas

Increíbles historias le ocurrieron a don Fermín Regalado.
Mientras esperaba al balsero para cruzar el río, se dispuso a preparar el fogón con el propósito de cocinar algo y saciar su hambre de mediodía.
Tenía manteca y cacerola, pero no tenía qué echar en esta.
Felizmente, una garza que volaba apresurada dejó escapar de su pico un hermoso pez, el cual cayó cerca del fogón. Don Fermín levantó la mirada y dio gracias al cielo.
Almorzaba tranquilamente don Fermín a la orilla del río, cuando sorpresivamente apareció ante sus ojos una robusta chancha con cinco chanchitos. Don Fermín se preguntó cómo había cruzado el río la marrana. Luego descubrió que la chancha y sus crías habían comido el corazón de una gigantesca yuca que atravesaba el río, y sin darse cuenta resultaron en la otra orilla.
Lo cierto es que don Fermín llegó a altas horas de la noche a la acostumbrada posada. Llevó a su caballo a la inverna en plena oscuridad. Buscó un tronquito resistente para amarrarlo, y a tientas encontró una estaca delgada pero muy firme. Allí amarró la soga que sujetaba a su caballo.
Al día siguiente, cerca del amanecer, fue en búsqueda de su brioso corcel para continuar viaje; pero casi se cae de sorpresa al ver emocionado que un enorme venado y su caballo se jalaban en sentido contrario, unidos por la misma soga. Sin duda, don Fermín no había amarrado su caballo en una estaca, sino en la pata de un venado.


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