Escribe: Luzmán Salas
Salas
La celebración del DÍA DEL MAESTRO en
fecha 6 de julio se debe a que el Libertador José de San Martín fundó la
primera Escuela Normal de Varones en 1822. Se oficializó durante el gobierno
del general Manuel A. Odría, mediante decreto supremo del 4 de mayo de 1953.
Celebrar el DÍA DEL MAESTRO, significa
reconocer la trascendencia humana, social y cultural del maestro. Las
circunstancias actuales de la pandemia revelan que los pilares fundamentales
del bienestar y desarrollo de la sociedad radican en la salud y la educación.
Sin embargo, ante el flagelo de la COVID 19 (coronavirus), el comportamiento
pedagógico del maestro, su irradiación humana frente a sus alumnos, así como su
metodología, selección de contenidos básicos y motivación de competencias
sufrirán cambios inevitables. El recurso de las clases virtuales tiene por
ahora un carácter experimental en nuestro país, con un futuro incierto en
cuanto a sus efectos sicosociales, y estará sujeto a cambios y
perfeccionamientos según los resultados obtenidos, a fin de suplir la actuación
presencial del maestro ante sus alumnos como algo fundamental para inspirar
ejemplos positivos y apreciación de múltiples valores. Pues, con la presencia
cercana del maestro frente a sus alumnos no solo se logra trasvasar el acervo
cognoscitivo y cognitivo, sino también estimular, forjar y consolidar
afectivamente nobles perfiles humanos. Bien decía el destacado maestro,
intelectual y escritor estadounidense Howard G. Hendricks: “La enseñanza que deja huella no es la que se hace de cabeza a cabeza,
sino de corazón a corazón.”
Quien ha ejercido o ejerce la docencia
en el Perú, a lo largo de la historia de la educación, ha recibido distintas
denominaciones: normalista, docente, preceptor, instructor, profesor, pedagogo,
maestro, educador y mentor. El calificativo más dignificante es maestro, aunque
el uso popular lo ha generalizado para llamar maestro al mecánico, al chofer,
al carpintero, al sastre, al gasfitero, al electricista, al albañil, al
herrero, etc. El maestro es, sin duda, el sabio, el experto, el amauta, con
esencia pedagógica. El normalista da
normas, generalmente de conducta; el docente
enseña; el preceptor está dirigido a
formar costumbres, es el que habla en nombre de la moral y de la religión, es
el sacerdote de la conciencia (la virtud, la conciencia, el alma del hombre
preceptúan por su boca); el instructor
está orientado a instruir en cualquier arte o rama (con sus preceptos atrae o
capta a la juventud para vivir virtuosamente); el profesor (viene de far, faris, fari, fatum, que significa hablar)
es el que ejercita o ejerce la profesión, enseña públicamente una doctrina: el pedagogo domina la pedagogía; el maestro
(viene de mag raíz de magno,
grande) es el que enseña y forja discípulos, tiene una larga historia
trascendente y gloriosa en la vida del hombre, a veces exhibiendo su corona de
flores, y muchas veces mostrando su corona de espinas el educador
educa, cría, forma y logra extraer de la interioridad del alumno las
potencialidades humanas; el mentor
(derivado de mens, mentis) es el guía intelectual.
Al rendir merecido homenaje al maestro el
6 e julio, es oportuno remitirnos a la lúcida reflexión del insigne filósofo
cajamarquino Antenor Orrego Espinoza, quien deslindaba la significación de
maestro, de la siguiente manera:
PROFESOR
Y MAESTRO
“El profesor te enseña
para que puedas repetir la lección de la cátedra; el maestro te enseña para que
puedas construir tu vida. El primero te imparte generalidades abstractas, es
decir, teoriza tu propio ser y te empotra, como una simple pieza stándard manufacturada en serie, dentro
de un esquema rígido. El segundo desciende a la intimidad concreta de tu alma,
aflora tu riqueza interior y se constituye en el compañero de tu pasión, de tu
agonía interna y de tu drama personal.
El profesor te
esclaviza a un oficio, el maestro te libera hacia la vida. Con el primero, la
habilidad de tus manos puede llegar hasta el escamoteo perfecto de la verdad;
con el segundo, es preciso que asumas la responsabilidad de tu dolor y que
desciendas hasta el hondón abismático de la vida, por sombrío, por tenebroso,
por lacerante, por trágico que sea.
Lo que te da el
profesor siempre está fuera de ti y te fija siempre en un gesto; lo que te da
el maestro está siempre dentro de ti y vigoriza tus alas para el impulso. El
primero es como el agua infecunda y dispersa que no alcanza la raíz de la
planta porque no se sume en las entrañas de la tierra; el segundo es la linfa
creadora que bate el limo, que lo impregna, lo empapa y lo fecunda empujándolo
hacia el estallido de la luz en una floración maravillosa.
El profesor se dirige a
tu memoria, anaquel de tu alma, y sus palabras resbalan sobre el recuerdo, como
por sobre una losa impermeable, sin lograr infiltración alguna. A lo sumo se
dirige a tu vanidad y a tu buena economía.
El maestro se dirige a
tu espíritu, pozo de creación y de sabiduría, y sus palabras siempre urticantes
se instalan en el futuro, abolición del pasado muerto. Solo por él tu
posibilidad será mañana realidad creativa, y su verbo admonitivo es siempre
para ti una tensión dolorosa.
La palabra del profesor
se esfuma, se deshace sin dejar huella sangrienta; la palabra del maestro
desgarra tu entraña y se incorpora a tu ser para trascender, como un mandato,
en cada uno de tus días.” (Antenor Orrego (2003). Meditaciones sobre la Universidad).