La
molienda en el trapiche
Escribe: Wilson
Izquierdo González
Doña Ishuca —así le
llamaba toda la gente de La Ochora a mi abuela— tenía en sus chacras junto al
río Indoche, una buena cantidad de sembríos de caña de azúcar, que ella mandaba
cortar con peones cuando ya estaban las cañas a punto de molienda. A los peones
que contrataba para hacer esa faena el día anterior, les pagaba con chancaca al
día siguiente, después de la molienda.
Para arrear a los bueyes durante la molienda,
que se iniciaba a las cinco de la mañana y concluía a eso de las once o doce
del día, nos “contrataba” mi abuela a mí y a mi primo Juan —los dos de sus
primeros nietos—, con mucha seriedad y anticipación, como si fuéramos personas
mayores, pero nos pagaba como a los niños que éramos: con las raciones que
quisiéramos de “angoñucño” además de
servirnos “yapa yapa” la comida,
porque según ella, a los peones había que darles de comer muy bien para que
puedan rendir mejor en el trabajo.
Al manjar que
constituía nuestra paga lo podíamos disfrutar recién a eso de las tres de la
tarde, cuando las pailas de jugo de caña, de tanto hervir desde las cinco y
media de la madrugada, estaban ya a punto de mermelada. El angoñucño no era otra cosa que esa melcocha que había que recoger
con sumo cuidado de la paila y enfriar en un jarro con agua, luego de lo cual
se convertía en una masa elástica parecida al alfeñique caliente, que
consumíamos con gran placer como si se tratara de un manjar celestial.
La tarea —arrear
los bueyes por detrás del timón— que nos encomendaban mi abuela y mi tío Lucho
“Verdura”, la realizábamos en medio de una gran algarabía propia de las
moliendas de caña. Los arreadores teníamos que “motivar” a los bueyes, para que
uncidos a un yugo, jalen del timón del trapiche a un ritmo parejo, con gritos y
silbos característicos, en los que mi primo Juan me dejaba chiquito, porque era
todo un experto en decir por ejemplo: “ya
pué jijuna valienta putas de bueyes, ahorita si no avanzan les voy a meter un
bagazo ardiendo por el coño o les voy a moler las guandumbas con un mazo
igualito que cuando les capó mi tío Augusto Rodríguez, ya verán so coños, ya
verán so coños”.
A los pobres
animalitos, era cierto que don Augusto Rodríguez, experto en las lides de
convertir toros en bueyes, les capó moliéndoles a palos las trolas con un mazo,
mientras los éstos “lloraban” más que mugían y se contorsionaban de dolor sin
poder moverse, porque antes de la faena los tenían que amarrar muy bien las
patas y la cabeza. La yunta como si entendiera lo que les decía mi primo Juan,
que junto con eso les apoquinaba con una sarta interminable de palabrotas,
apuraban el paso y jalaban del timón haciendo crujir a los ejes del trapiche
como si se irían a romper con el esfuerzo.
Hasta ahora no he
podido explicarme de dónde sacaba mi primo Juan para cada molienda, todos esos
escupitajos de palabrotas, silbidos y gritos onomatopéyicos, tan sólo
comparables a los que emiten los bailarines de Huaylas o de Santiaguito, allá
en el centro del Perú, con lo cual hacía reír a todos los peones, cuidándose
claro está de hacer todas esas cosas cuando su padre no estaba por las
cercanías.
Cuando los bueyes
daban muestras de natural cansancio a eso de la media mañana, había que
propinarles alguno que otro varillazo en las ancas y, cuando ni eso producía el
efecto deseado, mi primo Juan de inmediato me sugería:
-Tuércele el rabo
al más haragán, primito.
-Pobre animalito.
Ya está cansado. No más piensa cuántas vueltas ya habrá dado alrededor del
trapiche. Pero si es necesario hacer eso, sería bueno que lo haga la Ishuca,
sino… ¿Qué hace ella aquí en la molienda? La condenada muchacha nos estorba más
de lo que nos ayuda, ¿no es así compadrito…?
Ishuca era la
hermana menor de mi primo Juan y su verdadero nombre era Isolina, pero nadie la
llamaba así, sino sólo Ishuca como a nuestra abuela; aunque, a veces para
diferenciarla de aquella le dijeran Ishuquilla. Pero, como en eso de cumplir
con hacer algún mandado que nosotros le hiciéramos a la traviesa de la Ishuca,
ella se hacía la sorda, nosotros éramos los que teníamos que hacerlo. Los
pobres bueyes con el dolor de la torcedura de su rabo, bufando jalaban el timón
del trapiche a toda velocidad, lo cual aprovechábamos para subirnos boca abajo
encima de éste, por una o dos vueltas, cuidándonos de que los que metían las
cañas al trapiche no nos vean. Para hacer esta proeza junto con nosotros si la
Ishuca era buenaza…
Lo que preferíamos
evitar hacer, era frotarles el ano a los toros con ají pucunuchu, malaguete o el que hubiera, porque la vez que hicimos
esa terrible travesura, de pura casualidad más que nada, cuando le encomendamos
la tarea a mi prima Ishuca —sólo para que ella tenga en qué entretenerse un
poco y nos deje tranquilos a nosotros— ella, bien mandada, cuando estuvo en
plena faena, subida sobre el timón del trapiche y con la cara y el cuerpo muy
cerca del rabo de uno de los bueyes, éste la embadurnó en venganza, casi de
pies a cabeza, con una buena porción de su excremento verde y jugoso.
Obviamente, mi tío
Lucho “Verdura”, su padre, al enterarse del acontecimiento e informarse con
pelos y señales por boca de Ishuca, por qué había ocurrido el percance, después
de bañar bien a su hija en la quebrada de Meto que pasaba cerca al trapiche y cambiarle
de overoles, a Juan y a mí nos propinó una buena zurra con uno de los bagazos
frescos que encontró por allí. El bagazo por cierto era bullicioso pero no
hacía doler, pero armábamos la finta de que dolía mucho, para que Ishuca se
quede satisfecha.
La molienda se
iniciaba a las cinco de la madrugada. Tenía que ser a esa hora, porque había
que hervir el jugo de la caña en las pailas, tan pronto el trapiche comenzara a
funcionar y se pudiera recoger las primeras latas del espumoso mosto, a fin de
que la chancaca pueda estarse vaciando en los moldes a más tardar a las cuatro
de la tarde.
Los moldes estaban
hechos en troncos de madera más o menos grandes, desbastados con azuela hasta
un poco menos de la mitad. En el lado más ancho, porque en el otro más delgado,
se tenía que asentar el tronco en forma segura en el suelo, había que cavar con
formón de uña, los hoyos que servirían como moldes. Este trabajo lo tenía que
hacer un buen carpintero, para garantizar que los hoyos del molde fueran
parejos en peso y capacidad.
De la molienda de
la caña, es decir, del trabajo de ir introduciendo las cañas en el trapiche y
de recoger al otro lado los bagazos, se encargaban nuestros tíos Calicho y
Reynerio. El trapiche en verdad era una máquina prodigiosa y singular. Constaba
de tres troncos redondos que operaban como ejes. El eje del centro era más alto
que los dos de sus costados. Éste en su parte superior lateral tenía un
orificio donde entraba justo uno de los extremos de una especie de palanca
larga. A esta palanca le llamaban “timón” y tenía que ser curvo en el otro
extremo para que de allí, casi a la altura del piso, puedan jalarlo los bueyes.
El eje central
estaba provisto de dientes de una madera que tenía que ser muy dura y
resistente, porque operaban igual que un engranaje. Estos dientes se
introducían en los hoyos, de su forma y tamaño, que los ejes de los costados
debían tener. Al jalar los bueyes de la palanca que movía el eje central, éste
a su vez hacía girar a los dos ejes de sus costados.
La caña entraba por
entre los ejes a veces chirriando y éstos le exprimían todo el jugo que era
recogido al pié en un depósito de madera semejante a una gran batea de forma
rectangular. Muchas personas distraídas han perdido, a veces toda la mano y
otras veces hasta el brazo, cuando junto con la caña metían su mano por entre
los ejes del trapiche.
Al costado opuesto
de donde estaban ubicados los peroles de hervir el jugo de caña, había un
enorme tonel de madera en donde alguna vez se hizo fermentar el mosto de la
caña para convertirlo en ventisho y
luego destilarlo en un alambique para producir aguardiente de caña. El olor a
aguardiente estaba impregnado en él y la vez que metimos en ella a mi prima
Ishuca, ésta salió de allí completamente borrachita, pero como nadie se dio
cuenta, no nos zumbaron la maja acostumbrada aquella vez.