VEINTE APROBADOS Y UN CONEJO BORRACHO
Camilo Terrones Cotrina
ECUACIONES
DE SEGUNDO GRADO; fue el título que el profesor Petronilo Aspajo escribió en la pizarra. Ensayó una motivación
que duró cuarenta minutos, contó pasajes bíblicos de su vida y finalizó la
clase dictando un problema que, según él, cuando estudiaba su educación
secundaria en el colegio “San Ramón” le planteó a su profesor, y éste nunca lo
resolvió.
—Muchachos,
el objetivo supremo de la educación es
formar hombres libres, creativos, investigadores y cumplidores de su
deber: ¡lo resuelven, con orden y limpieza, y lo sustentan la siguiente clase!
Se acomodó
los lentes de culo de botella y arrastrando su viejo maletín de cuero puso los
pies en la calle y se perdió por la avenida Los Héroes.
El
profesor Aspajo tenía cualidades especiales: dominio de la materia, variadas
estrategias didácticas, innovadores recursos mnemotécnicos para desarrollar la
memoria de sus alumnos y una excelente
capacidad de oratoria. Su discurso era tan bueno que capturaba la
atención de sus alumnos con mucha facilidad. ¡Era fascinante oír de sus labios
la historia de su vida!
Su
palabra era Ley. Sus órdenes se cumplían sin falsas interpretaciones. “Sin
dudas ni murmuraciones”, como reza un antiguo eslogan militar.
Quienes
fuimos sus alumnos agradecemos a Dios por haberlo conocido. ¡Fue un año de
dinamismo y mucha investigación! Aprendíamos los problemas de memoria, y
los sustentábamos en forma brillante.
Éste era un ejercicio que con frecuencia se repetía en el aula. Hoy comprendo
la bondad de su metodología: desarrolló en cada uno de nosotros extraordinarias
habilidades para resolver problemas de la vida y, sobre todo, una prodigiosa
memoria: ¡Por eso lo recuerdo siempre!
Debido
a la seriedad de su enseñanza y a la estrictez que ponía en las evaluaciones,
veinte estudiantes estuvimos a punto de desaprobar la asignatura de Matemática.
¡Era la época que en la escuela reinaba la palmeta; y en la casa, los sermones
al compás de la correa!
Ante el
evidente fracaso, nuestro brillante maestro, explicó que el elevado número de
desaprobados no era fruto de su mala enseñanza:
—Hoy
están en las puertas de la Santa Inquisición gracias a su descuido, a su
desinterés por aprender matemática y a su falta de esfuerzo por compensar el
sacrificio que hacen sus padres por darles una buena educación. ¡Mientras ellos
dejan la última gota de sudor y hasta su sangre en el trabajo, ustedes
despilfarran el valioso tiempo que deberían dedicarlo al estudio!
Estas
palabras las pronunció con el rostro compungido; mientras algunas lágrimas
rodaban silenciosas por los avergonzados rostros de algunos estudiantes.
Era
duro e inflexible en sus decisiones, pero comprensible y humano en el momento
de ayudar al alumno a resolver sus problemas. En esta ocasión, un sermón de una
hora nos trajo de vuelta a la realidad: entendimos nuestro rol de estudiantes,
y la verdadera dimensión de nuestra dejadez
en el estudio. Treinta minutos de fructífera negociación pedagógica fueron
suficientes para convencerlo que nos dé la oportunidad de levantar nuestras
bajas calificaciones.
—¡Está
bien muchachos! —Nos dijo, al tiempo que exhaló un profundo suspiro—. ¡Me han
convencido!
Dicho esto, sacó de su maletín de cuero una hoja impresa que
contenía diez problemas de geometría y dos de álgebra, que ya lo habíamos
sustentado en clases anteriores; y nos dejó como tarea.
—¡Lo resuelven, con orden y limpieza, y lo
sustentan! —Nos dijo con el tono de su excelsa autoridad educativa.
Convencido
de nuestro bajo rendimiento académico y del enorme sacrificio que el maestro
hacía por ayudarnos; Manuel, el más relajado de la clase, se puso de pie y habló
en nombre de todos:
—¡Querido
profesor! En una circunstancia como ésta, que quedará grabada como una hermosa
filigrana en nuestros corazones; me tomo la libertad de hilvanar algunas ideas; espero que mis palabras recojan el sentir de todos
mis compañeros y lleguen a usted como una antorcha, iluminando la gratitud que
le tenemos. Lo felicitamos por sus cualidades de maestro y extraordinario ser
humano. Nadie como usted nos ha conmovido el alma, nadie como usted ha encendido nuestros sentimientos, nadie como usted lleva
en la frente un faro que nos alumbrará siempre. Le agradecemos por sus sabios
consejos, y le prometemos que lo tendremos siempre presentes cuando la vida nos
enfrente al trabajo.
Hizo
una breve pausa, se enjugo las histriónicas lágrimas que nublaron sus ojos y
continuó:
—¡Maestro!
Sabemos que no hay forma de compensar sus desvelos y preocupaciones; pero
estamos convencidos que la gratitud es
un valor que debe cultivarse siempre; por eso, le hago saber que hemos
decidido, voluntariamente, regalarle un conejo cada uno, para que lo disfrute
con su familia este fin de año.
—¡Gracias
muchachos! —dijo solemnemente.
Cogió
su maletín, que por viejo tenía más laceraciones que la cara de un despeñado, y
abandonó el salón de clase, con la tristeza opacando su mirada y la sonrisa
flameando en su corazón.
¡Con
exactitud matemática, la última palabra del maestro se confundió con el ruidoso
timbre que nos llamaba al recreo!
—¡A esto, en la educación moderna, se llama
negociación pedagógica! —Nos increpó Raúl, imitando la voz gastada y
aguardentosa del maestro y burlándose de nosotros.
Mientras
saltábamos de contentos, Raúl, sentado en unos adobes, devoraba un libro de
anatomía. ÉL era el más estudioso de la clase, pero poco solidario con nuestros
problemas académicos. Por no compartir la fluida comunicación que teníamos con
el profesor Aspajo, hoy vive recetando
pastillas a los enfermos.
La
alegría duró poco. La palabra estaba empeñada por veinte conejos que no estábamos en
condiciones de cumplir. Pero Manuel, que tenía una alta capacidad creativa y
desarrollada gracias al revolucionario método de nuestro genial maestro, logró
convencerlo que el día veintiocho de diciembre le haríamos entrega de los
orejones. En efecto, así fue; Manuel
recogió las veinte magras propinas que, por Navidad, nos dieron en casa,
completó el precio de uno; y con un sol que le quedaba nos invitó un capri.
En la
fecha fijada, por orden de lista pasábamos a una pequeña sala donde,
curiosamente, se leía una inscripción que decía: “Quien entre aquí será bendecido”. Nos recibía su hijo, nuestro
compañero de estudios, que dicho sea de paso, gracias a la buena educación de
su padre, había desarrollado muchos valores y lo más valioso para nosotros su
alto sentido de solidaridad.
Juanito,
como le llamábamos cariñosamente, recibió el conejo al primero de la lista y le
mostró a su padre. Éste, con gruesos anteojos leyó, en la tarjeta de cartulina
verde, la frase que decía: “¡Feliz Año Nuevo, Maestro!, Máximo Hernández”.
Juanito
llevó el conejo a una jaula del corral que estaba pegada a la pared de tapial y
se comunicaba con el exterior a través de un hueco practicado especialmente
para la ocasión. El conejo recorrió el
pequeño túnel, entró en la talega, y el segundo de la lista cambio la tarjeta
verde con otra de color rojo y una inscripción en letras blancas que decía:
“!Feliz Año Nuevo, Maestro!, Camilo Terrones”.
La
rutina se repitió dieciocho veces más. Fue tediosa pero gratificante, y sobre
todo un gran estímulo para el desarrollo de la inteligencia emocional.
¡Todos
salimos aprobados, pero quedó un conejo borracho por las veinte vueltas que
dio!
¡Fue
una promoción brillante: quince alcaldes, doce congresistas, un médico que vive
de los tajos de su bisturí y un
fracasado profesor de matemática!