Esteban escribió: "CATEQUIL de Miguel Garnett Zein Zorrilla A cuarenta años de iniciadas las acciones subversivas que sacudieron el territorio peruano (mayo 1980) vale revisar las obras de ficción que hicieron eco a los eventos de tan aciaga década. Los primeros en testimoniarlos fueron los cuentistas andinos. El concurso Premio Copé de Cuento patrocinado por Petroperú desde 1979 y el concurso El cuento de las mil palabras auspiciado por la revista Caretas desde 1982 ofrecieron los primeros registros del fenómeno. Los cuentos finalistas, publicados luego, dan una idea del tratamiento estético. Comparten un patrón narrativo en el que las tramas desarrollan el trastorno ocasionado en las vidas por la súbita irrupción de la violencia; los personajes son jóvenes subversivos, guardias civiles y soldados, humildes campesinos atenazados por ambos fuegos. Algún cuento se ilumina con una historia de amor; otro, con trazas de un negro humor. La mayoría de los cuentos, al final, sedimenta un amago de toma de conciencia. Estos primeros narradores del fenómeno prefieren el tratamiento escénico, favorable a la narración de los eventos violentos, no tanto la narración sumarizada, favorable a los recuentos y las reflexiones. El arribo de los novelistas al abordaje del tema amplía los horizontes explorados, añade nuevas perspectivas y reflexiona en torno a los valores morales comprometidos. En este universo ficcional, engrosado con el pasar de los años, destaca Catequil (1990) de Miguel Garnett, marcando un hito en el tratamiento novelístico de la violencia de la década de los ochenta. El escenario novelado es el imaginario San Agustín de Yanacancha, pueblo que florece al pie del tutelar Condorrumi, rebosante de pastizales y sembríos de maíz con una carretera afirmada que permite acceder a los cultivos de café, frutales y caña de azúcar de los bajíos. Las condiciones geográficas para la eterna felicidad están dadas en Yanacancha, bautizada La Perla de los Andes. La elite social de Yanacancha la componen propietarios de tierras, comerciantes, autoridades estatales entre quienes destacan el jefe de la policía y el alcalde, a la vez hacendado productor de aguardiente. En el extremo opuesto de la escala social, se halla la plebe campesina, invisible casi en el pueblo, pero presente en los productos de panllevar que sostienen a sus habitantes. Son las permanentes víctimas del abuso de las autoridades, y se hallan concentradas en Chugurmayo. La clase media de esta sociedad podría estar representada por funcionarios menores del Estado, por profesores de escuela y beatas depositarias y custodias de la fe. El personaje principal de la novela, por soportar las transformaciones más importantes ocasionadas por los eventos, es el padre Alfonso, sacerdote de Yanacancha. Si bien su función lo destina a convivir con la elite, sus deseos de hacer de Yanacancha un pueblo justo y ordenado colisionan con las fuerzas conservadoras y lo distancian de los poderosos. De modo que siempre lo hallaremos asumiendo la causa de las víctimas de las injusticias. El resto de los personajes es presentado en el marco de las festividades de Semana Santa, y bajo una lluvia torrencial con rayos y truenos que pareciera ser la manifestación de conflictos sobrehumanos. Llueve a torrentes en esos días, amenaza arrasar con Yanacancha. Para más de un habitante, es la furiosa manifestación de Catequil, Dios del Rayo y del Trueno, cuyo templo destruyera un inca, el mismo que eliminara a sus sacerdotes, furioso por habérsele augurado un pronto y catastrófico final. La llegada del terrorismo a la región desencadena las acciones materia de la novela. Los terroristas dinamitan la posta médica, el puente de la carretera que conecta Yanacancha con la civilización, degüellan animales, torturan y eliminan autoridades e ingenieros y dejan colgados los cadáveres para escarmiento de los sobrevivientes. El monstruo de la violencia ha sido instalado y sus consecuencias enlutarán pronto a justos y pecadores. El joven capitán Vargas, jefe de la guardia civil de la localidad, decide enfrentar al fenómeno. Visita la comunidad y deja que su gente cometa atropellos en busca de información. Somete a tortura a los campesinos, envía agentes secretos a investigar las andanzas de un sospechoso principal ya identificado. No le gusta su tarea, pero sabe que le tocan a él, y a su institución, limpiar de excrecencias la sociedad para que esta pueda vivir en paz. Y cómo reacciona esa sociedad. Unos brindan con chicha en la cantina del pueblo mientras comentan la incursión de la guerrilla. Novedad en ese pueblo sumergido en la modorra, donde todo es repetición. Otros lo comentan en las oficinas del Estado, a la vez que reparten puestos y asignan maestros a las escuelas. El día anterior rechazaron la solicitud de un joven profesor de tercera que requería el trabajo para mantener a su madre y hermanas. Embriagado de licor y de furia deambula bajo la lluvia vociferando maldiciones.
Licor es lo que
menos falta en este mundo. En otra esfera, lejana de las
preocupaciones mundanas, las mujeres del pueblo lamentan el fusilamiento del
ingeniero y la violencia que parece envolver a la provincia. Arreglan a la
Virgen para la procesión del Viernes de Dolores en Yanacancha. La abusiva
incursión de Vargas a la comunidad de Chugurmayo es vengada por la guerrilla
con una incursión destructora a Yanacancha. La violencia escala siempre en
espiral. Muerte, destrucción de vehículos y un rayo que destruye la cruz de
piedra de Condorrumi, símbolo de Yanacancha. El profesor rechazado trata de
hacer entender a quién lo quiera oír que se trata de los dolores de parto de la
nueva sociedad. El sacerdote predica por su lado que la nueva sociedad será
posible cuando cambien las personas. Por encima de evaluaciones teóricas y
esperanzadas, llega el ejército a imponer el orden y ocasiona una fractura en la
aparentemente homogénea sociedad de Yanacancha. Los sectores sociales se
acomodan en concordancia con secretos intereses. Las autoridades tratan de
preservar sus posiciones de poder, de mantenerse al margen de las decisiones
para no suscitar la sospecha de actuar en apoyo a los terroristas, los
comerciantes vuelven las espaldas al sacerdote, se alinean con el ejército al
que exigen imponer el respeto a la propiedad, para ellos el supremo derecho. El
sacerdote intenta defender a los campesinos, tratando emerger de la asfixiante
nube que conforman las Damas de Yanacancha, preocupadas por reconstruir pronto
la cruz de piedra destrozada, por los detalles de la procesión y las
celebraciones de Semana Santa. El Domingo de Ramos parece traer la paz. El
izamiento de la bandera con los honores militares estaría augurando el retorno
del orden, y el ingreso a la plaza de la procesión religiosa auguraría el
retorno de la felicidad. Ahora solo queda extirpar todo asomo de terrorismo.
Las indagaciones del coronel del ejército acerca de las razones de la presencia
terrorista precisamente en Yanacancha, terminan por sindicar al sacerdote como
ideólogo e instigador del movimiento. ¿Qué hacer? Como tacneño, el coronel
tiene un alto sentido de la patria. Sus héroes son los de la Guerra del
Pacífico, sus valores son los de un patriota. Y la guerrilla amenaza a sus
héroes y sus valores. Tiene que destruirla, de un golpe, pasando aún por encima
de las leyes y la Constitución, y aún, de ser necesario, con la eliminación del
sacerdote. No ha terminado de madurar sus planes cuando una bandera roja
amanece flameando en la plaza. Tiene que actuar. Y pronto. Destaca un espía
tras los pasos del sacerdote, a fin de comprobar las sospechas. Lejos está de
sospechar que los terroristas han enviado un hombre con la misión de eliminar
al hombre clave de las fuerzas del orden de Yanacancha. Y las acciones
climáticas de la historia adquieren un ritmo macabro sobre la inocente
coreografía de Semana Santa. Durante la misa nocturna de Jueves Santo, ante las
autoridades y las damas de Yanacancha, el padre Alfonso vestido de blanco con
los ornamentos prescritos por la Iglesia para esas ocasiones, intenta serenar
los ánimos, instaurar la paz en los corazones. Suplica a los uniformados
suspender las expediciones punitivas a los humildes caseríos, ruega a los
guerrilleros poner fin a su fiebre destructora. Es necesario sumar esfuerzos
para neutralizar al ángel de la muerte que pasea por la plaza. Alcanza a
despedir a sus fieles, y quizá intuyendo el allanamiento de la iglesia y los
preparativos para llevárselo detenido, se interna en la noche oscura y se
sumerge en sus oraciones. Otra arma no tiene y considera a la oración el arma
suprema. Amanece el Viernes Santo, los trasnochadores de la chichería comentan
el allanamiento de la iglesia ocurrido la noche anterior, sus pares de la
cantina componen entre susurros la escena que reconstruye la detención del
padre Alfonso. El rumor estremece Yanacancha, suscita versiones encontradas.
Unos afirman que el capitán Vargas no halló ninguna prueba incriminatoria en el
allanamiento, por tanto, no se produjo la detención; otros hablan de Pilatos
modernos y lavadas de manos, que finalmente el padre fue detenido. Sin embargo,
el padre Alfonso reaparece, acompañado del capitán Vargas, dispuesto a conducir
el Vía Crucis que recuerda la crucifixión y muerte de Jesús de Nazareth. Pero
luego de las primeras estaciones, la lluvia corta el Vía Crucis, Catequil no
parece aprobar la procesión ni los ritos cristianos. El caso es que el padre
Alfonso no fue detenido. Y entonces, ¿fue conjurado el peligro, o aún ronda por
ahí? Como trayendo la respuesta, la banda de músicos irrumpe en la plaza con su
marcha fúnebre precediendo la procesión. Al menos la lluvia ha amainado. Los
uniformados escoltan la imagen del Cristo yacente, las autoridades se vigilan
con disimulo en afán de saber quién se alinea con los soldados y quién con el
padre Alfonso, que avanza rodeado de beatas y monaguillos. La tragedia aguarda
en las sombras de la plaza y comienza a movilizarse con paso silencioso y
felino. Contempla a las beatas, estudia a los uniformados, ubica a su víctima y
estudia dónde atacar y por dónde fugar. Inconscientes del peligro, los fieles
cargan la cruz, pero cada uno carga también la suya propia. Los uniformados, la
cruz de desaparecer los cadáveres y evitar que la noticia llegue a la capital;
las beatas, la de reconstruir la cruz destrozada por un rayo; las mujeres
comuneras, de hallar a sus parientes desaparecidos. Pero ahí va la procesión con
sus penitentes de pies desnudos que arrastran sus ruidosas cadenas, ¡claanc!
¡claanc! ¡chaas!, dotando de verosimilitud a la purga de culpas imposibles de
imaginar. Entonces se produce el disparo. Y cae un hombre, muerto. Los fieles
se desbandan entre gritos y pedidos de socorro, los uniformados corren tras el
asesino. Lo hieren, y al verlo caído esperan llevarlo preso, pero la viuda de
un campesino asesinado por los terroristas aparece en escena. Toma el arma y
liquida al asesino. Ahora no hay culpables. Solo testigos. Sábado de Gloria en
Yanacancha. Y muertos. Palabras de consuelo y resignación. La chica misteriosa
que llegara a alojarse en el mismo hotel que el capitán Vargas, ha sido testigo
de toda la confusión. Ahora puede irse. El padre Alfonso defensor de la paz y
el perdón, puede ahora considerar derrotado a Catequil. Los habitantes volverán
a la normalidad de sus actividades. Una radioemisora capitalina propala las
noticias de la zona novelada. Comunica la caída del “camarada Pedro”, difunde
la esperanza que, gracias a los esfuerzos de los uniformados en la zona,
Yanacancha volverá a su vida pacífica y feliz interrumpida por el terror. El
lector volverá a releer las páginas, con la esperanza de hallar las causas del
desbalance social y alimentar sus propias esperanzas".
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