CUANDO LOS APUS
JUEGAN
Cuento de
Guillermo Torres Ruiz
Marchábamos por polvorientos caminos, nuestros músculos estaban tensos, el cansancio y la fatiga entorpecía nuestra mente, nos dispusimos a descansar en un pequeño claro, el sol quemaba nuestra espalda y temblábamos como frágiles ramas, sorbimos un poco de jugo de naranja del pequeño depósito que llevábamos en la mochila, cuando un ruido estruendoso nos sacó del aturdimiento, había caído un trueno en uno de los cerros y escuchamos un voz ronca que hablaba:
-¡Deja de
molestar, no dejas descansar! – otra voz semi aflautada, le contestaba con
mucha tranquilidad .
-Ya has
descansado demasiado ¡está bien que despiertes! Tienes que estar vigilante, ya
no demoran en pasar los caminantes -
Esas voces,
llamaron nuestra atención y empezamos a apresurar el paso. Habíamos recorrido
cerca de dos kilómetros, cuando descubrimos que las voces venían de un acantilado, nos acercamos, era un negro
abismo que sólo de mirarlo nos daba mareos.
Nuestra sorpresa
creció cuando descubrimos que los que hablaban eran dos cerros. De pronto, el
de la voz ronca le dijo al otro:
-Allí están los
caminantes, son dos y nos han descubierto, seguro vendrán a matar nuestro
corazón-.
La otra voz le
decía:
-No te preocupes
no traen armas, ni máquinas destructoras, sus manos están vacías- recuerda ,le
decía el cerro de voz ronca, muchos hombres vinieron con las manos vacías y
llenaron nuestro cuerpo de semillas-.
-Pero, siéntete
feliz –le decía el de la voz semiaflautada– porque esas semillas han crecido y
protegen nuestro cuerpo, ¡gracias a estas! ¡todavía sobrevivimos1. Esas enormes
raíces captan ojos de agua e irrigan
nuestro cuerpo-.
-¡Bueno! tú no
tienes temor – le manifiesta el de la
voz ronca, - porque tu cuerpo no ha sido deteriorado por caminos.
Mira, esos dos
hombrecitos nos siguen mirando-
–
Te hago una apuesta le dice el cerro de voz ronca,
–
si ellos pasan de
largo, correremos detrás de ellos, ensillando nuestros caballos-.
Nosotros
estábamos impávidos y pasamos de largo, a lo lejos sólo escuchábamos relinchos
de caballos y al cerro de voz ronca que le decía al otro:
–
Mi caballo es más veloz que el tuyo, por algo se llama
tormenta y en tanto el tuyo se llama rayo, aunque sea más estruendoso que el
mío-.
El cielo empezó a
encapotarse y se volvió oscuro; empezó a llover como nunca, parecía el fin del
mundo: viento, aguacero, relámpagos, truenos. Corríamos por los caminos en
medio del lodo…. Pero, al fin alcanzamos a ver una chocita hecha de pencas y
techo de ichu, allí nos cobijamos, una anciana campesina, de tez rugosa y
avanzada edad nos atendió, nos sirvió en un gran mate, un poco de caldo con
mote y nos prestó un poncho a cada uno, nos cubrimos y nos acurrucamos cerca
del fogón para abrigarnos, sentimos un enorme alivio, la señora sonriente nos
decía:
-Otra vez los
apus están jugando-
Sólo escuchábamos
las voces lejanas y el sonido de látigos. Pensamos en la bondad de la gente del
campo y en la medida que valorábamos el apoyo humano, nuestro cuerpo iba
adormeciéndose lentamente y nos quedamos profundamente dormidos…