MI BARRIO
Sara Gutiérrez Sisniegas
Cajamarca, 18 de mayo de
2014
Conversa la tarde con el sol, resbalando
las horas a través de las calles empedradas, divididas en dos por una acequia
bulliciosa donde se echan los desperdicios líquidos de as casas solariegas, que
nacieron en épocas pasadas, rayando quizá los finales del siglo XIX y cuyos
dueños ostentaron los nobles apellidos afincados en Cajamarca cuando el cacique
Astopilco y el emperador Atahualpa fueron muertos.
Señoriales las casas de mi barrio, se
levantan en dos pisos, la mayor parte de ellas, una portada colonial
característica hecha de cantería, da un aspecto sobrio a las fachadas coronadas
de balcones y grandes ventanas de la época, donde en las tardes de sol,
curiosas las señoras retozan en la tertulia vespertina mientras atisban al
vecino o vecina que transita por sus anchas y algo empinadas calles.
Ventanales que vibran en la oscuridad de la
noche, cuando un galán soñador, rompe el silencio con las notas de una guitarra
enamorada.
Me pongo a escarbar en el tiempo y la
lluvia que acompaña este momento hace un marco propicio para mi reencuentro con
todo el ayer que se grabó en mi alma con un sabor dulzón y tierno que hace hoy
latir mi corazón más aceleradamente.
Escribo la historia de mi barrio y al
recordar esos años de infancia y juventud vuelvo la mirada ante los recuerdos
que se agolpan en estampida para pasar briosamente a ser palabras que no
alcanzarán a llenar toda la emoción vivida, siento que con las manos cansadas
por los años transcurridos desempolvo un libro de cuentos y encuentro en cada
página un nombre, un rostro, una historia, lágrimas y risas y la nostalgia
mágica de esos años en que todos nos conocíamos, todos nos saludábamos, todos
éramos un pedacito de historia en nuestra propia historia personal.
Son las seis de la mañana y todavía el
silencio del amanecer no capta los pasos menuditos y cadenciosos de nuestros
campesinos que van bajando a la ciudad, desde San Vicente, el Cumbe y San
Cristóbal.
Ellas con sus polleras rojas o negras y sus
canastas con capulí, huevos y tunas.
Ellos jalando el carnero o con su alforja
de cuyes y gallinas.
Una hora más tarde nos levanta de la cama
el silbido característico de doña Jesusita avisándonos que llegó con sus
canastones de pan de agua y torta calientitos.
Las puertas se abren una tras otras, sale
Pelancha, Clementina, Isidora, Alvarito y Julia, desperezándose todavía, a
comprar el pan del desayuno y mientras esperan el despacho van contándose sus
sueños y riéndole a la vida, para regresar luego a los fogones ennegrecidos por
el humo de la leña a preparar el desayuno.
Como siempre Alfonso, un muchacho de
piernas muy largas cuyos pantalones nunca le llegaron al tobillo piropea a
quienes puede en su camino.
El tiempo va pasando y pronto desde la casa
jardín de la Srta. Jave que es la última casa de la calle, cerro arriba
comienzan a bajar como bandadas de aves las alumnas de Santa Teresita con su
falda plizada y su capa azul, se entrelazan los uniformes con el comando beige
de los varones y el blanco y negro del Indo Americano.
A las 8 de la mañana, no hay ninguno de
ellos por las calles y es cuando nuestras madres provistas de canastas van al
mercado cada una de ellas con su empleada doméstica, a su regreso don Jorita
Silva alisa las plumas de sus gallos de pelea amarrándolos a varias estacas que
se encuentran entre las piedras de la calle; los despachos de los abogados
Montenegro, Arribasplata, Ortiz, Quiroz y Silva, lucen siempre llenos de
clientes, la mayor parte de ellos son campesinos con sus mujeres y sus hijos, a
veces traen también sus asnos cuyos rebuznos y el cantar de los gallos
mezclados con el ladrido de los perros dan la melodía a los músicos de la
aldea.
Es de piedras azules que están tejidas
armoniosamente las veredas, tan lisas y lindas que si hasta hoy los hubiéramos
conservado Cajamarca sería una ciudad de ensueños. En la esquina de la tercera
cuadra hay una pila que es un pato; donde todos se proveen de agua, y cuando
falta, Lucas nos trae dos latas desde Chontapaccha.
A las diez de la mañana mi abuela grita
"llegó el burro" y apresuradamente la empleada saca la basura al
borrico que tiene dos cajones donde se deposita la misma.
Su dueño tiene aspecto de pirata por las
botas altas que usa y un sombrero negro en la cabeza, el burro lleva en la
frente una gran chapa anaranjada, creo que es de Crush, hace su aparición todos
los días.
Las tardes apacibles se van estirando con
menos gente ya los campesinos han regresado a sus hogares, las amas de casa se
adormecen con los pajaritos que revolotean en la pileta del medio del patio,
cuyos pilares llenos de jazmines y helechos de tul le cuentan a las enredaderas
que el durazno está en flor y el manzano también.
Santos alrededor de las cinco va dejando el
pitipan y los biscochitos de Campos, de casa en casa con su olor a vainilla y
leche mientras que en las brasas de los fogones hierve el canta rito
cajamarquino con espumante chocolate y las abuelas le cantan a sus nietos
"La cocinera que estaba en la cocina batiendo el chocolate para la
madrina".
Los últimos rayos del sol van entrando
pícaros y cansados hasta el comedor grande, donde se saborea el lonche y las
familias conversan y la imagen del padre y la madre da un toque de amor y de
respeto.
Pocas son las personas que salen por la
noche, solo tenemos 3 postes de luz con focos pequeñitos que alumbran
mezquinamente el barrio, de esto se aprovecha una que otra pareja y los que van
al cine o alguna novena.
Cada cierto tiempo llegan de Chumbil los
arrieros con sus mulas traqueteando con sus cascos las piedras y los lomos
cargados de queso y mantequilla a veces papas, trigo o cebada. Los dueños
entonces hacen llegar a las familias amigas una fuentecita con un queso o un
paquete de mantequilla, delicadamente cubierto con un mantelito.
Delicia de los dioses, saborear esos
potajes en el desayuno diario.
Lo mismo sucede en carnaval, cuando entre
vecinos se intercambia el riquísimo sancochado, el chicharrón con mote, el
frito y los tamales, la chicha de jara o maní; pero sobre todo se comparte
amistad, solidaridad, fraternidad, afecto sincero de vecinos.
Y así el libro que voy desempolvando va
metiéndome otra vez entre sus páginas y recuerdo a doña Manonguita y su hermana
siempre vestidas de negro, largas y delgadas como dos sombras que se estiran en
las veredas, el jilguero que toca nuestras puertas pidiendo limosna, hace su
aparición los días sábados; es un campesino pobre y medio tonto. Los chicos del
barrio que suelen reunirse en la esquina del teatro, comienzan su canción a
coro: "Viejo veneno poto de jebe, si tú caes ya no te duele" y es que
por allí como una visión con su terno celeste plomizo pasea un personaje agrio
lizo y de muy mal genio que insulta a cuentos puede y que corta el viento
cuando corre detrás de quienes le hacen oír la tonadita que hasta hoy se
escucha silbar todavía.
Como olvidar la noche del cumpleaños de don
Alfonso La Torre, si todo San Ramón desde la esquina viene entonando su
glorioso himno a rendir homenaje a tan ilustre vecino.
Como olvidar los villancicos cajamarquinos,
la caja y la sonaja de chapas chancadas que la señora morenita de la Cruz
verde, tan primorosamente hace sonar para acompasar a las palias que bajan
cantando al niño Jesús recién nacido y van rumbo a la catedral para la misa del
gallo.
Como olvidar a las vecinas que viven cuesta
arriba donde la calle ya no tiene veredas y las piedras azules se cambian
abruptamente en cantería viva y que bajan todos los días con sus cajones de
fruta fresca para vender en el mercado.
Como olvidar a la señora tamalera si con la
campana de las 12 nos abre el apetito. Como olvidar la tiracha de cáscaras de
naranja para jugar al rayuelo, las mantillas para ir a misa y el vestido dominguero,
cada enamorado que pasa silbando y la vecina que sale a su encuentro.
Hoy todos se han ido, emigraron a otros
lugares o fallecieron, sólo sus recuerdos impregnan las paredes de las casas
que aún se conservan iguales, otras han sido destruidas o cambiadas.
Mi jirón Apurímac, desde la primera casa
que aletea en las faldas del cerro, hasta donde las personas se ven solamente
como un montón de colores, está allí en el Barrio de lindas mujeres y flores
"San Pedro, de mis amores".
La modernidad entró en él, pero los
recuerdos que con nostalgia se duermen en el corazón, no saben de cemento, ni
de ladrillos, de vajillas de plástico, ni caras extrañas.
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Fuente: GUTIÉRREZ SISNIEGAS, Sara
Rosa. Caminando en Silencio. 1ra. edic. Cajamarca,
Marzo 2009. pp. 33