WILSON IZQUIERDO GONZÁLEZ
DATOS BIOGRÁFICOS
Wilson Izquierdo
González, nació en Moyobamba… el siglo pasado; pero, desde los doce años de
edad vive en Cajamarca, cuando ella se terminaba “atracito” de la Escuela
Normal de Varones y de la Cruz del Molle. Es autor de siete libros ya
publicados y de otros cuatro libros que se encuentran todavía inéditos. En el
encuentro dio lectura a la narración “Clarinete…
Señor Cura” de su libro “Entre
Gradientes y Travesías”. Se quedó sin leer, por falta de tiempo, “El Gallo Darío” de su libro “La Casa de mi Abuela” que ahora se publican en esta antología,
para que no se queden sin saber que “Darío”
era natural de San Luis de Jancos.
Wilson es autor de los
libros de relatos y “anecdocuentos” (así llama a las anécdotas cotidiana de la
vida, convertidas por él en cuentos), “La
marcha del Shaplinco… y algunos otros más”, “La Ochora”, —con el que ganó
el segundo premio en narrativa del concurso nacional “Horacio 2007” convocado
por la Derrama Magisterial—, “Al Pié del
Cajamarcorco”, “Entre Gradientes y
Travesías”, “La Casa de mi Abuela” y el “El
Lobo de Mar y otros cuentos”, además de la novela “Jorge Picho”, en la cual el personaje central de la novela: Jorge
“Picho” sale airoso, después de haber sido “abierto y cerrado” en el Hospital
de Enfermedades Neoplásicas de Lima, de un cáncer terminal al hígado, comiendo
gorgojos. Se encuentra en trabajos de
prensa su libro de cuentos para niños cajachos “Al Pié del Fogón”.
EL PUQUIAL MÁGICO DE
CHONTAPACCHA
Siempre que mi abuelito nos contaba alguna historia,
solía hacerlo al pié del enorme fogón que mi abuelita tenía en su cocina. De
tanto preparar allí la riquísima comida con la que solía agasajarnos y
convertir a un día cualquiera en un día de fiesta, las tejas y los carrizos del
tejado se volvieron completamente renegridos, por el humo de la leña de
eucalipto que ella utilizaba en su diario batallar con sus ollas, para preparar
las verduras, las menestras o la papa huagalina; así como, los chibches, los
choclitos, las cayhuitas, los frijolitos verdes y el huacatay —que crecían juntos y sin pelear en las
chacras de maíz—, con los cuales nos hacía la inigualable “sopa de abril”. De
vez en cuando, ella también preparaba jugosos estofados de carnero. En esos
tiempos no había pollo de granja ni para remedio.
Nos dijo mi abuelo que ese día de estío en Cajamarca, el
dios de los Incas comenzó a brillar y calentar el frío ambiente, desde el
momento mismo que hizo su aparición —allá por Puylucana— en el firmamento
pintado de azul añil por todos sus resquicios. Yo recuerdo por mi parte, que ese
día, mi abuelita madrugó para prepararnos el desayuno: tres tortas, calientes
todavía, de la panadería de doña Peregrina, y una taza de avena con cocoa
D’onofrio —esa que venía envasada en bolsitas de celofán— de cincuenta centavos
cada una y en la que aparecía una mujer que tenía una especie de toga de monja
en la cabeza.
Sin excepción y válido para todo niño, las madrugadas son
los mejores momentos para seguir soñando. Eso de que nos despierten a las seis
de la mañana, es toda una maldad sin nombre que los adultos deberían abstenerse
de cometer cuando no hay una buena razón que lo justifique. Sin embargo, para
ese sábado, sí existía esa razón. Mi abuela había decidido ir a lavar la ropa
de cama en el puquial de Chontapaccha, y eso era algo que había que comenzar a
hacer muy temprano, para dar tiempo a que todo se pueda secar sobre las pencas
azules que crecían a sus anchas al borde de la carretera afirmada que llevaba a
Hualgayoc.
Por lo tanto… ¡a tomar desayuno a las seis de la mañana
se ha dicho!, y de allí, a cargar cada uno un bulto, sea de frazadas, sábanas o
colchas que ese día iban a lavarse, o alguna de las tinas ovaladas de zinc y
baldes del mismo metal, que se utilizarían para llevar a cabo esa faena. La dura
caminata desde la primera cuadra del jirón El Inca —donde vivíamos— hasta
Chontapaccha… tenía que hacerse a pié. No existían todavía ni lentejones micros
verdes, ni combis locas en las que el ayudante sacando medio cuerpo hace parar
al resto con su brazo en alto, ni toritos Bajaj imprudentes, ni mototaxis
“Mavila” temerarias… por último, si se quería un taxi, había que ir a contratarlo
en la plaza de armas, igual que cómo se hacía para ir a Los Baños del Inca, en
cuyo caso había que ir a tomar las góndolas de color crema con verde del papá
del pintor René Marín, o las de color celeste del señor “Charaspa”, a quién le
decían así por deformación de la palabra “charapa”, que es como se acostumbra
llamar a los que son de la selva.
En ese tiempo, Cajamarca se acababa justamente allí en el
puquial de Chontapaccha. De allí había todavía un buen trecho de camino sin
casas construidas para llegar hasta Samanacruz; pero, era en el puquial donde
había que acampar para llevar a cabo la faena de “la lavada”. Como mi madre
trabajaba de profesora de jardín en Celendín y mi padre estaba trabajando en un
yacimiento petrolífero en Loreto, yo vivía con mis abuelitos casi todo el
tiempo. En razón de eso, ellos tuvieron que llevar todos los pullos a cuestas
porque a mí, me dejaron en la casa con la comisión de preparar el almuerzo y
llevarlo en la misma olla hasta donde ellos estarían, antes de las doce de la
mañana.
Previa a esa misión especial, tuve que cumplir el encargo
de ir al “Mercado Central”, que juntos con el de “San Sebastián” eran los
únicos que existían, a comprar la carne
para hacer el arroz con chancho, que era lo que mejor sabía preparar con mi
incipiente conocimiento culinario. Además, tenía que ser esa comida y no otra,
por tratarse de un “plato seco” que se podría trasportar mejor en una canasta,
sin que se desparrame el contenido durante la caminata hasta allí.
El manantial de Chontapaccha era mágico, sin lugar a
dudas. En época de escasez de lluvias, que por lo general se producía entre los
meses de junio, julio y agosto, el puquial generosamente ofrecía a los que se
iban hasta allí a lavar su ropa común o la de cama, un aforo permanente de agua
pura y cristalina más que suficiente, que alcanzaba y sobraba para esos menesteres.
Todo se llevaba a cabo allí en sacrosanta armonía, en un derroche incesante de paz,
amistad, solidaridad y reciprocidad inigualables. Si alguna familia le ofrecía
a otra un tiesto de canchita, aquella le devolvía por esa atención, una jarra
de chichita morada o de jora. Si alguien regalaba un plato de frito de chancho,
la otra devolvía el recipiente con arroz y estofado de carnero. Y… a la hora de
tender la ropa, nadie se peleaba por una penca o la otra.
A eso de las cinco de la tarde cuando comenzaba a
ventear, la ropa se terminaba de secar con esa briza y había que recogerla para
retornar a la casa. El caso era que la ropa, inmaculada y limpia, libre además de
algunas pulgas impertinentes que, a veces, era preferible matarlas en la casa con
las uñas a hacerlo con “gamezán”, por el olor tan penetrante e inaguantable que
este insecticida tenía, a la hora de volver después de un día entero de estar
correteando por el pasto y las pencas azules, parecía que pesaba más que a la
hora de traerla hasta el puquio.
Lo bueno de todo eso era el hecho de que a la hora de
dormir, caíamos como piedras y de una sola pestañeada nos pasábamos hasta el
día siguiente, pero lamentando entre sueños el perderse alguno de esos capítulos
inolvidables de la radio novela El Derecho
de Nacer (que radio La Crónica
pasaba sin falta a las nueve de la noche y que lograba agrupar a toda la
familia alrededor de un aparato grande de radio de tubos, que también nos
servía como calentador.
Era evidente también que, tampoco esa noche habría nadie para
renegar con la publicidad del auspiciador en la que una mujer de voz “melo-odiosa”
cantaría a cada rato: “Ace lavando y yo
descansando”, que una de mis tías completaba casi todas la veces imitando
aquella voz: “me tiro un pedido y sale
volando”… a pesar de la mirada reprobadora de nuestra madre
¡Sólo dormir era lo único que queríamos, por Dios…!