Pateado
de luna, como el resto de los árboles del bosque; mecido a la suave brisa de la
noche estival, contemplaba la planicie límite del bosque que, antes preñado de
verdes y de flores, cantaba a la vida, y hoy de sienas y de abrojos parecía que
en silencio decía sus lamentos.
Veía
nuestro protagonista cómo había cambiado el paisaje.
-Así
cambia el entorno, se decía.
Desde
hacía no muchas lunas que observaba cómo los habitantes de los prados y bosques
soportaban una sequía que les mezquinaba alimentos.
Sus
cavilaciones fueron interrumpidas por unos alaridos que desde lejos empezaban a
inundar prados y bosques y a medida que se acercaban cubrieron de pavor el
ambiente. Tembló de hojas a raíces, de los pelos a los calcañares, dirían los
hombres.
Pronto
se dio cuenta del origen de tremendo barullo, una manada de lobos hambrientos
perseguía a un cervatillo que por más que corría y saltaba como una gacela, en
su intento vano de esquivar las fauces de sus perseguidores, cayó.
A
dentelladas y jaloneos, presa de los hambrientos cánidos que soltaron riendas a
sus hambres contenidas, quedó convertido en óseo despojo desperdigado en las
hierbas secas, lo que como todo, también se bañaron de luna.
Otra
vez el silencio y la brisa estival acariciaron los bosques. En sus cavilaciones
de sempiterno observador, se dijo:
-Así
es la vida pues.
Autor: Antonio Goicochea Cruzado